EL PAPEL DE LAS DIFICULTADES EN EL DESARROLLO
Tradicionalmente en nuestra cultura se ha asociado el amor con la ayuda. Ayudamos como expresión de amor. Si nuestro hijo o hija[1]nos pide ayuda, ¿cómo no vamos a dársela? Si alguna persona que queremos está pasando por un mal momento, le decimos: “te ayudo en lo que necesites”.
Esto que en un principio es natural, y es un acto de humanidad y cooperación, puede en ciertas circunstancias dificultar el desarrollo de los pequeños. Y es de esto precisamente de lo que trata este artículo.
Cuántas veces hemos resuelto una dificultad a nuestros hijos: Si el bebé no llega a coger algo, se lo alcanzamos. Si le cuesta subir los escalones, se los subimos. Si no sabe montar en patines, le sujetamos. Si no puede expresar con claridad algo, lo decimos por él. Si le vemos quejarse porque no puede llevar todas las piedras que ha recogido en el camino, se las llevamos. Si no entiende algo, se lo explicamos. Cuando vemos a un menor frente a una dificultad, nuestra primera reacción es solucionarla nosotros. Es frecuente oír expresiones como ésta: “total, con lo poco que me cuesta a mí y el mal rato que se está llevando.”
Por otro lado, como padres y madres, queremos que nuestros hijos sean felices. Y cuando estánfrustrados por algo que no logran, sentimos que nuestro deber es intervenir para restablecer “su felicidad”. Si un menor se echa a llorar, parece que los adultos que estamos a su cargo estamos haciendo algo mal, e inmediatamente tenemos que actuar para que vuelva a sonreír.
Además, hay un hecho que se repite generación tras generación: los padres tratan de que sus hijos no pasen por las dificultades que ellos pasaron en su infancia, especialmente si fueron experiencias traumáticas. Y para evitar estas situaciones solemos irnos al extremo contrario. Si nuestros padres fueron autoritarios y tiranos, hacemos todo lo contrario con nuestros hijos y conseguimos que sean ellos los tiranos. Si no nos hemos sentido escuchados, escuchamos tanto a nuestros hijos que adivinamos lo que quieren y hablamos por ellos. Si no nos hemos sentido vistos, los miramos tanto que se convierten en el centro. Si sufrimos la pobreza, nuestro único objetivo será que vivan en la abundancia económica, descuidando el resto.
Si cuando mi hija se frustra frente a una dificultad (por ejemplo, no logra encajar una pieza de un puzle), yo se la resuelvo, y este tipo de dinámicas ocurren de forma habitual, poco a poco mi hija irá interiorizando que sentirse mal o llorar no es aceptado, que un escollo se resuelve pidiendo ayuda, que son los otros los que “solucionan mis problemas”. En definitiva, que las dificultades son malas. Con ello baja la tolerancia a la frustración, y aumenta su dependencia de los adultos, cuya imagen se hace grande mientras la autoimagen del menor, “lo que yo soy capaz de hacer”, se hace pequeña, la confianza en sí mismo, el “yo puedo” se debilita. Esta situación se hace más compleja si los padres tenemos carencias emocionales, si no nos hemos sentido queridos en nuestra infancia y tenemos una baja autoestima. En estos casos, “sentirnos necesitados” por nuestros hijos llena nuestro vacío. Y la crianza, en un primer momento al menos, se convierte en uno de los momentos más plenos de nuestra vida. ¡Por fin soy importante para alguien! Pero esta dinámica de relación, lejos de sanar las carencias de la infancia, las perpetúa alimentando el círculo vicioso de carencias emocionales. De alguna manera, sin darnos cuenta, dejamos de ver a nuestros hijos y sus necesidades reales, y lo que vemos al mirarlos es nuestra propia infancia y todas aquellas cosas que no quedaron bien resueltas. Esto puede ser un gran regalo para nosotros, si lo vemos como una oportunidad de crecimiento, y si somos capaces de reconocer y diferenciar lo que nosotros vivimos y lo que viven nuestros hijos. A este respecto cabe recordar aRebeca Wild, que habló mucho de la restructuración de los adultos cuando acompañan adecuadamente a los niños.
Gabor Maté, psiquiatra canadiense y superviviente de los campos de concentración nazis sostiene que una experiencia no adecuada puede convertirse en trauma cuando se vive en silencio y en soledad, es decir sin que nadie vea y comprenda el sufrimiento que la persona está viviendo. Con lo cual el problema no es la dificultad en sí, sino la ausencia de acompañamiento emocional. Que mi hija se enfade porque no le encajan las piezas, no es ningún inconveniente si cuando expresa el malestar se siente entendida, si alguien escucha su malestar y lo acepta. No tenemos que hacer nada para que las piezas encajen, pero sí es importante aceptar su emoción y que se sienta comprendida. Esto que parece sencillo, es poco usual porque con frecuencia cuando alguien expresa malestar (tristeza, enfado, miedo, decepción, angustia) hacemos todo lo posible por quitárselo.
Carl Rogers[2] describió las 12 respuestas típicas que damos cuando alguien muestra malestar. Sin querer enumerar todas, cuando alguien exterioriza este tipo de emociones es fácil que le distraigamos, consolemos, quitemos importancia a lo que le sucede, resolvamos su dificultad, le digamos lo que tiene que hacer, etc. Cuando hacemos todo lo posible para evitar que los niños vivan este tipo de emociones, tendremos como consecuencia, por una parte, que los niños no se sientan comprendidos, y por otra, que aprendan que ciertas emociones no son aceptables, con lo que a la larga tenderán a reprimirlas y a bloquearlas. Pero realmente esto no es lo que queremos para nuestros hijos. Precisamente anhelamos todo lo contrario, que se sientan queridos, que sean autónomos, que tengan una alta autoestima y confianza personal, que estén en contacto consigo mismos y puedan expresar sus emociones sin trabas.
¿Y qué podemos hacer? Hay tres elementos que nos ayudan a comprender y a ver todo esto desde otro ángulo: la libertad, la autonomía y el acompañamiento del adulto. Los tres pilares de Alavida que se describen ampliamente en su web (alavida.org).
La libertad. ¿De dónde parte el deseo de hacer algo? ¿Del niño?, ¿del adulto? ¿Es el niño el que ha tomado la iniciativa de llevar a cabo una acción, o es el adulto el que está interesado en ello?
“Lavarse los dientes” es un claro deseo del adulto, al igual que “abrocharse el cinturón del coche”, “ponerse protección solar”, etc. mientras que “llevar el patinete al cole”, “coger piedras por el camino”, “hacer una construcción con bloques”, “disfrazarse” puede partir del deseo del niño.
En Alavida, cuando el adulto desea que el niño haga algo, no le pregunta: ¿quieres lavarte los dientes?, ¿te pones crema solar? etc., sino que le informa de lo que espera de él y busca su colaboración, respetando sus tiempos. Emmy Pikler nos mostró cómo se construye una relación sólida y de confianza con los niños buscando la colaboración durante sus cuidados. No nos vamos a extender en este punto porque requeriría otro artículo.
En Alavida, cuando una acción parte del menor, de su necesidad, de su interés y de su libertad (vestir a su muñeco, subirse a un árbol, moverse en patinete), dejamos que sea el menor el que lo resuelva a su manera, con sus habilidades, sus capacidades, sus ideas. Y que se enfrente a los obstáculos que esto conlleva. Cada dificultad va a representar un reto y va a exigir el desarrollo de nuevas habilidades, destrezas, conexiones neuronales, etc. Cuando nosotros como adultos apartamos los obstáculos que el niño se va encontrando, y no permitimos que sea él el que los encare, estaremos impidiendo el desarrollo que estos desafíos conllevan; y además, estaremos haciendo débil a este menor. Si un bebé llora porque no puede coger un objeto y nos quedamos a su lado, pero no se lo alcanzamos, estaremos favoreciendo una actividad que contribuye al desarrollo de la coordinación neurológica y motriz que más adelante le permitirá el gateo. Si al niño que se sube a los patines, no le sujetamos, permitiremos que trabaje el equilibrio en movimiento. Cuando un niño quiere decir algo y no se puede hacer entender, no encuentra las palabras, no hablamos por él, le damos la oportunidad de que busque nuevas formas para que le entiendan y desarrolle el lenguaje. Cuando el pequeño durante un paseo carga con las piedras que le llaman la atención, aprende a vivir las consecuencias de sus decisiones; cuando se canse, las tirará y pronto sabrá cuántas piedras le merece la pena cargar. Si cuando no entiende algo, en lugar de darle la respuesta, le acompañamos para que él la encuentre, y le dejamos que ésta salga de sus observaciones, estamos facilitando el desarrollo del pensamiento científico. En definitiva, si le dejamos que se enfrente a las dificultades y las resuelva, estamos contribuyendo a su autonomía y desarrollo.
En ocasiones un niño se encontrará con dificultades que le provocan frustración y malestar. Es aquí donde es importante el rol del adulto, el acompañamiento emocional, y que el menor se sienta entendido. Por ejemplo, en Alavida si un niño quiere hacer un collar o atarse los cordones, pero no logra hacer el nudo, nos pondremos a su lado con un material equivalente al suyo. Iremos, paso a paso, mostrándole cómo se puede hacer un nudo. El niño observa y a veces logra hacer el nudo él solo; otras, lo intenta y lo intenta pero no lo consigue. Le acompañamos entonces en su malestar, pero no le haremos el nudo, y cuando por fin lo logre, horas, días o semanas después, su satisfacción es inmensa. Y lo que es más importante, su deseo de nuevos logros alimenta su actividad y su capacidad de enfrentarse a nuevas dificultades.
El rol del adulto no se limita al acompañamiento emocional, también pondrá límites a los niños porque habrá ocasiones en que los menores querrán hacer cosas que no son adecuadas, como pintar una pared o coger nuestro móvil. El adulto debe garantizar un ambiente seguro que tenga en cuenta las necesidades de todos (grandes y pequeños). Otra tarea importante del adulto es preparar el ambiente para que el niño sea autónomo: que el niño tenga a su alcance las cosas que pueda necesitar va a favorecer que pueda realizar su actividad por sí mismo sin tener que pedir ayuda. En Alavida preparamos los ambientes para que los niños puedan iniciar, desarrollar y terminar una actividad sin depender del adulto. Esto significa que pueden encontrar todo lo que necesitan para realizar una tarea y dejar todo recogido, y en buen estado al finalizarla.
En definitiva, en Alavida consideramos esencial cambiar nuestra idea de lo que es amar, apoyar, cuidar de los menores. Lejos de “facilitarles la vida”, creemos que nuestro rol, entre otras cosas, es el de crear las condiciones emocionales, físicas y sociales para que puedan desarrollar la capacidad de esfuerzo y superación. Como decía María Montessori “ayúdame a hacerlo por mí mismo”.
[1]En adelante, cuando digamos hijo, niño, adulto, etc., nos referimos a hijo e hija, niño y niña… usamos el género masculino como genérico para hacer más fluida la lectura.
[2] Carl Rogers, El proceso de convertirse en persona.
EL PAPEL DE LAS DIFICULTADES EN EL DESARROLLO
El papel de las dificultades en el desarrollo
Tradicionalmente en nuestra cultura se ha asociado el amor con la ayuda. Ayudamos como expresión de amor. Si nuestro hijo o hija[1]nos pide ayuda, ¿cómo no vamos a dársela? Si alguna persona que queremos está pasando por un mal momento, le decimos: “te ayudo en lo que necesites”.
Esto que en un principio es natural, y es un acto de humanidad y cooperación, puede en ciertas circunstancias dificultar el desarrollo de los pequeños. Y es de esto precisamente de lo que trata este artículo.
Cuántas veces hemos resuelto una dificultad a nuestros hijos: Si el bebé no llega a coger algo, se lo alcanzamos. Si le cuesta subir los escalones, se los subimos. Si no sabe montar en patines, le sujetamos. Si no puede expresar con claridad algo, lo decimos por él. Si le vemos quejarse porque no puede llevar todas las piedras que ha recogido en el camino, se las llevamos. Si no entiende algo, se lo explicamos. Cuando vemos a un menor frente a una dificultad, nuestra primera reacción es solucionarla nosotros. Es frecuente oír expresiones como ésta: “total, con lo poco que me cuesta a mí y el mal rato que se está llevando.”
Por otro lado, como padres y madres, queremos que nuestros hijos sean felices. Y cuando estánfrustrados por algo que no logran, sentimos que nuestro deber es intervenir para restablecer “su felicidad”. Si un menor se echa a llorar, parece que los adultos que estamos a su cargo estamos haciendo algo mal, e inmediatamente tenemos que actuar para que vuelva a sonreír.
Además, hay un hecho que se repite generación tras generación: los padres tratan de que sus hijos no pasen por las dificultades que ellos pasaron en su infancia, especialmente si fueron experiencias traumáticas. Y para evitar estas situaciones solemos irnos al extremo contrario. Si nuestros padres fueron autoritarios y tiranos, hacemos todo lo contrario con nuestros hijos y conseguimos que sean ellos los tiranos. Si no nos hemos sentido escuchados, escuchamos tanto a nuestros hijos que adivinamos lo que quieren y hablamos por ellos. Si no nos hemos sentido vistos, los miramos tanto que se convierten en el centro. Si sufrimos la pobreza, nuestro único objetivo será que vivan en la abundancia económica, descuidando el resto.
Si cuando mi hija se frustra frente a una dificultad (por ejemplo, no logra encajar una pieza de un puzle), yo se la resuelvo, y este tipo de dinámicas ocurren de forma habitual, poco a poco mi hija irá interiorizando que sentirse mal o llorar no es aceptado, que un escollo se resuelve pidiendo ayuda, que son los otros los que “solucionan mis problemas”. En definitiva, que las dificultades son malas. Con ello baja la tolerancia a la frustración, y aumenta su dependencia de los adultos, cuya imagen se hace grande mientras la autoimagen del menor, “lo que yo soy capaz de hacer”, se hace pequeña, la confianza en sí mismo, el “yo puedo” se debilita. Esta situación se hace más compleja si los padres tenemos carencias emocionales, si no nos hemos sentido queridos en nuestra infancia y tenemos una baja autoestima. En estos casos, “sentirnos necesitados” por nuestros hijos llena nuestro vacío. Y la crianza, en un primer momento al menos, se convierte en uno de los momentos más plenos de nuestra vida. ¡Por fin soy importante para alguien! Pero esta dinámica de relación, lejos de sanar las carencias de la infancia, las perpetúa alimentando el círculo vicioso de carencias emocionales. De alguna manera, sin darnos cuenta, dejamos de ver a nuestros hijos y sus necesidades reales, y lo que vemos al mirarlos es nuestra propia infancia y todas aquellas cosas que no quedaron bien resueltas. Esto puede ser un gran regalo para nosotros, si lo vemos como una oportunidad de crecimiento, y si somos capaces de reconocer y diferenciar lo que nosotros vivimos y lo que viven nuestros hijos. A este respecto cabe recordar aRebeca Wild, que habló mucho de la restructuración de los adultos cuando acompañan adecuadamente a los niños.
Gabor Maté, psiquiatra canadiense y superviviente de los campos de concentración nazis sostiene que una experiencia no adecuada puede convertirse en trauma cuando se vive en silencio y en soledad, es decir sin que nadie vea y comprenda el sufrimiento que la persona está viviendo. Con lo cual el problema no es la dificultad en sí, sino la ausencia de acompañamiento emocional. Que mi hija se enfade porque no le encajan las piezas, no es ningún inconveniente si cuando expresa el malestar se siente entendida, si alguien escucha su malestar y lo acepta. No tenemos que hacer nada para que las piezas encajen, pero sí es importante aceptar su emoción y que se sienta comprendida. Esto que parece sencillo, es poco usual porque con frecuencia cuando alguien expresa malestar (tristeza, enfado, miedo, decepción, angustia) hacemos todo lo posible por quitárselo.
Carl Rogers[2] describió las 12 respuestas típicas que damos cuando alguien muestra malestar. Sin querer enumerar todas, cuando alguien exterioriza este tipo de emociones es fácil que le distraigamos, consolemos, quitemos importancia a lo que le sucede, resolvamos su dificultad, le digamos lo que tiene que hacer, etc. Cuando hacemos todo lo posible para evitar que los niños vivan este tipo de emociones, tendremos como consecuencia, por una parte, que los niños no se sientan comprendidos, y por otra, que aprendan que ciertas emociones no son aceptables, con lo que a la larga tenderán a reprimirlas y a bloquearlas. Pero realmente esto no es lo que queremos para nuestros hijos. Precisamente anhelamos todo lo contrario, que se sientan queridos, que sean autónomos, que tengan una alta autoestima y confianza personal, que estén en contacto consigo mismos y puedan expresar sus emociones sin trabas.
¿Y qué podemos hacer? Hay tres elementos que nos ayudan a comprender y a ver todo esto desde otro ángulo: la libertad, la autonomía y el acompañamiento del adulto. Los tres pilares de Alavida que se describen ampliamente en su web (alavida.org).
La libertad. ¿De dónde parte el deseo de hacer algo? ¿Del niño?, ¿del adulto? ¿Es el niño el que ha tomado la iniciativa de llevar a cabo una acción, o es el adulto el que está interesado en ello?
“Lavarse los dientes” es un claro deseo del adulto, al igual que “abrocharse el cinturón del coche”, “ponerse protección solar”, etc. mientras que “llevar el patinete al cole”, “coger piedras por el camino”, “hacer una construcción con bloques”, “disfrazarse” puede partir del deseo del niño.
En Alavida, cuando el adulto desea que el niño haga algo, no le pregunta: ¿quieres lavarte los dientes?, ¿te pones crema solar? etc., sino que le informa de lo que espera de él y busca su colaboración, respetando sus tiempos. Emmy Pikler nos mostró cómo se construye una relación sólida y de confianza con los niños buscando la colaboración durante sus cuidados. No nos vamos a extender en este punto porque requeriría otro artículo.
En Alavida, cuando una acción parte del menor, de su necesidad, de su interés y de su libertad (vestir a su muñeco, subirse a un árbol, moverse en patinete), dejamos que sea el menor el que lo resuelva a su manera, con sus habilidades, sus capacidades, sus ideas. Y que se enfrente a los obstáculos que esto conlleva. Cada dificultad va a representar un reto y va a exigir el desarrollo de nuevas habilidades, destrezas, conexiones neuronales, etc. Cuando nosotros como adultos apartamos los obstáculos que el niño se va encontrando, y no permitimos que sea él el que los encare, estaremos impidiendo el desarrollo que estos desafíos conllevan; y además, estaremos haciendo débil a este menor. Si un bebé llora porque no puede coger un objeto y nos quedamos a su lado, pero no se lo alcanzamos, estaremos favoreciendo una actividad que contribuye al desarrollo de la coordinación neurológica y motriz que más adelante le permitirá el gateo. Si al niño que se sube a los patines, no le sujetamos, permitiremos que trabaje el equilibrio en movimiento. Cuando un niño quiere decir algo y no se puede hacer entender, no encuentra las palabras, no hablamos por él, le damos la oportunidad de que busque nuevas formas para que le entiendan y desarrolle el lenguaje. Cuando el pequeño durante un paseo carga con las piedras que le llaman la atención, aprende a vivir las consecuencias de sus decisiones; cuando se canse, las tirará y pronto sabrá cuántas piedras le merece la pena cargar. Si cuando no entiende algo, en lugar de darle la respuesta, le acompañamos para que él la encuentre, y le dejamos que ésta salga de sus observaciones, estamos facilitando el desarrollo del pensamiento científico. En definitiva, si le dejamos que se enfrente a las dificultades y las resuelva, estamos contribuyendo a su autonomía y desarrollo.
En ocasiones un niño se encontrará con dificultades que le provocan frustración y malestar. Es aquí donde es importante el rol del adulto, el acompañamiento emocional, y que el menor se sienta entendido. Por ejemplo, en Alavida si un niño quiere hacer un collar, pero no logra hacer el nudo, nos pondremos a su lado con un material equivalente al suyo. Iremos, paso a paso, mostrándole cómo se puede hacer un nudo. El niño observa y a veces logra hacer el nudo él solo; otras, lo intenta y lo intenta pero no lo consigue. Le acompañamos entonces en su malestar, pero no le haremos el nudo, y cuando por fin lo logre, horas, días o semanas después, su satisfacción es inmensa. Y lo que es más importante, su deseo de nuevos logros alimenta su actividad y su capacidad de enfrentarse a nuevas dificultades.
El rol del adulto no se limita al acompañamiento emocional, también pondrá límites a los niños porque habrá ocasiones en que los menores querrán hacer cosas que no son adecuadas, como pintar una pared o coger nuestro móvil. El adulto debe garantizar un ambiente seguro que tenga en cuenta las necesidades de todos (grandes y pequeños). Otra tarea importante del adulto es preparar el ambiente para que el niño sea autónomo: que el niño tenga a su alcance las cosas que pueda necesitar va a favorecer que pueda realizar su actividad por sí mismo sin tener que pedir ayuda. En Alavida preparamos los ambientes para que los niños puedan iniciar, desarrollar y terminar una actividad sin depender del adulto. Esto significa que pueden encontrar todo lo que necesitan para realizar una tarea y dejar todo recogido, y en buen estado al finalizarla.
En definitiva, en Alavida consideramos esencial cambiar nuestra idea de lo que es amar, apoyar, cuidar de los menores. Lejos de “facilitarles la vida”, creemos que nuestro rol, entre otras cosas, es el de crear las condiciones emocionales, físicas y sociales para que puedan desarrollar la capacidad de esfuerzo y superación. Como decía María Montessori “ayúdame a hacerlo por mí mismo”.
[1]En adelante, cuando digamos hijo, niño, adulto, etc., nos referimos a hijo e hija, niño y niña… usamos el género masculino como genérico para hacer más fluida la lectura.
[1] Carl Rogers, El proceso de convertirse en persona.
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